En las estaciones de metro, la presencia de máquinas expendedoras gana por goleada a las taquillas gestionadas por trabajadores y, aunque reconozco que en momentos de prisa extrema opto por el factor técnico antes que por el humano, estoy empezando a coger antipatía a esa red de pantallas tragaperras. Primero, hay que distinguir entre efectivo o tarjeta; en el primer caso se imposibilita el uso del billete de 50 euros y yo me pregunto las razones. Rectifico, me da igual el origen de esa decisión gilipollesca, solo sé que si tengo un billete de esa cantidad, tengo que comprarme otra cosa que quizás no necesite en ese momento para poder adquirir un billete que si necesito, pero al que no tengo acceso. Y si comprase el pan o el periódico, dos básicos muy socorridos para estos momentos, se que estaría fastidiando a los vendedores que me tienen dar un cambio muy superior al gasto que efectúo.
En el segundo caso, para poder utilizar tu tarjeta y adquirir tus billetes tienes que realizar un gasto superior a 5 euros, cosa que no sucedia hasta hace unos meses y que conduce a la idea de que no se trata de una mera cuestión técnica de funcionamiento de dichas máquinas, sino más bien de una cuestion económica de los gestores de las mismas. ¿Y si quiero comprar un billete de un viaje, porque tendría que adquirir un bono de diez o en su defecto cinco individuales? La idea utilitarista de que seguramente en algun momento dichos billetes me harían falta no me consuela, es más, incrementa mi enfado porque con mis múltiples despistes soy candidata a perderlos y, qué coño, soy yo quien decido cuando, donde y en que gastar mi dinero. O por eso lucho cada día.
Y encima en breves subirán el precio del billete sencillo, que se mantenía congelado ante el aumento sin control del bono de diez viajes…